La profesión, explica Marisa González en el libro de Jesús Pozo "De cuerpo presente", le viene de familia. Se crió en el camposanto de Cáceres porque su padre era el encargado, pero hasta los 12 años no entró al "jardín" de su casa, el cementerio.

Dice que la muerte no le gusta nada -"supongo que como a todo el mundo"- y que eligió ser enterradora, no sepulturera, una palabra que le desagrada, porque lo llevaba en la sangre.

Tiene dos hijos que también lo llevan en la sangre, pero dice que quiere que se dediquen a otra cosa, que no trabajen en un sitio "en el que pasas frío, calor y te mojas".

Cada día participa en tres entierros, pero no lleva la cuenta de a cuántas personas ha enterrado. No tiene contacto con otras colegas, pero sabe que en los cementerios de Sagunto y Puerto hay tres mujeres en la plantilla desde 1998.

En abril de este año, el Ayuntamiento de Burriana (Castellón) convocó dos plazas de enterrador y se presentaron 86 aspirantes, seis de los cuales eran mujeres.

Reconoce que la gente sigue pensando que su trabajo es de hombres, cuando "el único inconveniente es que, a veces, podemos tener problemas de excesivo peso con los materiales, pero, normalmente, lo solemos repartir porque trabajamos en grupos de tres. Por lo demás, no es complicado, a no ser que sea un difunto que pese mucho, Esos casos les cuesta incluso a ellos".

Lo que más le disgusta de su profesión son los enterramientos de los neonatos. "Es una lástima. No viene ni siquiera un cura a darle un reponso, o un sermón", ni tampoco su padre. Sólo recuerda tres casos en los que acudieron familiares.

En la soledad del trabajo reconoce que piensa cosas raras, como que algún muerto la llama, pero aclara que no le ha pasado nunca, porque "es imposible".